Cruzó entre los Zanes, contempló la mole oscura del altar de
Zeus y llegó a la rampa de acceso a su templo. Las rejas de bronce estaban
abiertas y del interior salía un resplandor de luz amarillenta. Caminó sobre la
piedra caliza de la plataforma y pasó entre las altas columnas exteriores. En
lo alto del prónaos, seis metopas
presentaban esculturas de Heracles, hijo de Zeus y fundador de los Juegos Olímpicos.
Siguió avanzando, internándose en la fragancia de enebro, mirto y aceite de
oliva, con los labios entreabiertos de admiración por lo que estaba
contemplando.
El dios supremo estaba sentado en su trono de oro y ébano, y
su cuerpo de marfil relucía por el aceite con que lo untaban para protegerlo de
la humedad. Tenía el torso desnudo; un manto de oro le cubría las piernas,
ascendía por su espalda y caía hacia delante por su hombro izquierdo. Miraba al
frente con la serenidad que sólo es posible en el rey de los dioses.
Perseo se acercó muy lentamente, alzando la mirada cada vez
más. El dios rompería el techo del templo si se levantara del trono. Sus
dimensiones eran colosales, pero los materiales utilizados por Fideas, y el
modo en que se reflejaba la luz de las grandes lámpara que lo rodeaban, le
proporcionaban ligereza y una sensación de realismo tan intensa que parecía que
en cualquier momento inclinaría la cabeza para mirar a quien lo contemplaba.
Para resaltar la luminosidad de la estatua, Fideas había
hecho que el suelo se recubriera con losas de piedra negra procedente de
Eleusis. Alrededor del trono, un reborde de mármol de Paros recogía el aceite
que se vertía sobre el dios. El armazón era de madera y se podía penetrar en su
interior, pero la superficie de la formidable escultura estaba realzada con
marfil y piezas de oro a las que Fideas había dado forma mediante moldes de
arcilla. Zeus sostenía en la mano derecha una escultura de oro y marfil de la
diosa de la Victoria más grande que un hombre, y en la mano izquierda sujetaba
un largo cetro rematado por un águila.
En cada lateral de la nave, una hilera de columnas
sustentaba una plataforma de madera. Encima de ella había otra fila de
columnas, de modo que se formaba una galería superior. Perseo subió por la
escalera que daba acceso a la galería del lateral derecho.
Ahora se encontraba justo debajo de la cabeza del dios.
Zeus llevaba una corona de olivo dorada sobre sus largos
cabellos ondulados. Su semblante sereno llenó de calma a Perseo. Los dioses
solían representarse llenos de firmeza y autoridad, seres a los que los hombres
debían temer y tratar de aplacar. La belleza de aquel Zeus aunaba poder o
bondad, y él lo contempló extasiado.
Páx.429-430
(…) Tras salir de la Acrópolis (de Atenas), Casandra se
volvió hacia Perseo.
-¿La estatua de Zeus en Olimpia es más grande que la de
nuestra Atenea?
-La nave tiene una altura similar, y las dos llegan hasta
cerca del techo, pero la de Zeus está sentada en un trono. Si se pusiera de
pie, sería bastante más alto. –Bajó unos peldaños de la escalinata en
silencio-. Otra diferencia es que en la de Zeus se ve mucho más el marfil del
cuerpo; está desnudo de cintura para arriba, mientras que a Atenea el vestido
de oro le cubre hasta los pies. En cualquier caso, las dos son grandiosas y
Fideas ha conseguido transmitir con ambas la esencia de cada dios: en la de
Zeus estás viendo a un rey y en la de Atenea a una guerrera.
600
Marcos Chicot. El asesino de Sócrates. Barcelona. Círculo de Lectores, 2016, pp
429-430 e 600.
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