Después, se perdió la pista del cuadro, un óleo sobre lienzo que representa con extremado dramatismo y belleza -la mirada de tristeza serena del mártir y la tensión y la rabia de sus verdugos- los preparativos para la ejecución del santo.
La peripecia de lo que acaecerá luego con este espléndido cuadro podría merecer un guión cinematográfico. En medio de la confusión creada por la ocupación militar de España por las tropas napoleónicas, el lienzo desapareció en 1809 tras su traslado desde la sala capitular del cenobio madrileño al Palacio Real.
Entonces fue inventariado por el sacerdote y bibliotecario Pablo Lorenzo. Pero el rastro del cuadro se perdió poco después. Se temió que hubiera sido expoliado por algún general de Napoleón, ocultado por parientes del valido en desgracia Manuel Godoy o vendido por el miembro de una saga de pintores. Pero hasta 1930, en que fue visto en una colección particular en la francesa Lyon, nada se supo del cuadro. "Se seguía su pista desde tiempo atrás", explica Yago Pico de Coaña, presidente de Patrimonio Nacional, organismo estatal responsable de la recuperación del tesoro flamenco. En 2000 fue vendido en Christie's de Londres. Y en diciembre de 2008, el Estado español compró el cuadro a la galería Weiss de la capital británica. Los seis millones de euros exigidos en un principio pasaron a 2,5 millones. "Patrimonio supo aguardar un momento mejor", explica Pico de Coaña.
Con 194 centímetros de altura por 142 de anchura, el cuadro engrosó la colección de Felipe IV después de que, presuntamente, se lo regalase el octavo marqués del Carpio, según la conservadora de Patrimonio Nacional, Carmen García Frías, que cita a Matías Díaz Padrón, experto en pintura flamenca y ex conservador del Museo del Prado.
El embajador español lo consiguió en 1651, y, con probabilidad, procedía de la almoneda de los bienes del decapitado Carlos I de Inglatera, del cual Van Dyck había sido pintor de corte.
Desde muy joven, Van Dyck destacó por la finura de sus obras, con una asombrosa armonía entre dibujo, color y composición de una elegancia excelsa. De él, Patrimonio Nacional carecía de obras, ya que la escasa producción de este autor en España la atesora el Museo del Prado, que guarda en sus sótanos un espléndido retrato ecuestre del rey inglés. Éste, dicho sea de paso, visitó Madrid cuando aún era príncipe de Gales y se ganó el apodo de El Príncipe Gorrón por los obsequios, regalos y prebendas que iba recibiendo en su paseo por la Corte madrileña como aspirante a la mano de una hija del rey Felipe IV, con la que nunca llegaría a casarse.
El flamenco Anton van Dyck fue discículo de Pedro Pablo Rubens, buen conocedor de España y amigo de Diego Velázquez. Éste, a su condición de pintor de Corte del rey de España, Felipe IV, añadía su encomienda de aposentador regio. Por ello y gracias a su exquisito gusto, Diego Velázquez eligió este cuadro, ahora recobrado, para ornamentar la sala capitular del monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Por todo ello, ayer, tras doscientos años de destierro, el cuadro regresó precisamente al lugar donde, según se cree con fundamento, lo colgó Diego Velázquez.
El acto se vio envuelto en una atmósfera de emoción y respeto. Acaso porque los presentes sentían que así lo exigía una ceremonia que tuvo mucho de reparación histórica.
Texto e ilustración vía El País.
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